La casa de los espíritus (Allende, Isabel)


Highlights


Era ésa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se tocaba música que incitara a la lujuria o al olvido, y se observaba, dentro de lo posible, la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos días, el aguijonazo del demonio tentaba con mayor insistencia la débil carne católica.


El tono de su piel, con suaves reflejos azulados, y el de su cabello, la lentitud de sus movimientos y su carácter silencioso, evocaban a un habitante del agua.


Lo habían discutido a menudo con sus amigas sufragistas y habían llegado a la conclusión que mientras las mujeres no se cortaran las faldas y el pelo y no se quitaran los refajos, daba igual que pudieran estudiar medicina o tuvieran derecho a voto, porque de ningún modo tendrían ánimo para hacerlo, pero ella misma no tenía valor para ser de las primeras en abandonar la moda.


En esa ocasión Nívea se inquietó, pero la Nana le devolvió la tranquilidad diciendo que hay muchos niños que vuelan como las moscas, que adivinan los sueños y hablan con las ánimas, pero a todos se les pasa cuando pierden la inocencia. —Ninguno llega a grande en ese estado —explicó—. Espere que a la niña le venga la demostración y va a ver que se le quita la maña de andar moviendo los muebles y anunciando desgracias.


Espere que a la niña le venga la demostración y va a ver que se le quita la maña de andar moviendo los muebles y anunciando desgracias.


De allí salieron para poblar los sueños de sus descendientes hasta que fueron quemados por error medio siglo más tarde, en una pira infame.


—¿Qué es eso? —preguntó. —Barrabás —dijo Clara. —Entrégueselo al jardinero, para que se deshaga de él. Puede contagiarnos alguna enfermedad —ordenó Severo. Pero Clara lo había adoptado. —Es mío, papá. Si me lo quita, le juro que dejo de respirar y me muero.


No sé qué pudo ver Rosa en mí, ni por qué con el tiempo, me aceptó por esposo. Llegué a ser su novio oficial sin tener que realizar ninguna proeza sobrenatural, porque a pesar de su belleza inhumana y sus innumerables virtudes, Rosa no tenía pretendientes. Su madre me dio la explicación: dijo que ningún hombre se sentía lo bastante fuerte como para pasar la vida defendiendo a Rosa de las apetencias de los demás. Muchos la habían rondado, perdiendo la razón por ella, pero hasta que yo aparecí en el horizonte, no se había decidido nadie. Su belleza atemorizaba, por eso la admiraban de lejos, pero no se acercaban.


Me hice firme propósito de sacarle hasta el último gramo del precioso metal, aunque para ello tuviera que estrujar el cerro con mis propias manos y moler las rocas a patadas. Por Rosa estaba dispuesto a eso y mucho más.


Él levantó la vista y observó el rostro sin edad, los pómulos indígenas, el moño negro, el amplio regazo donde había visto hipar y dormir a todos sus descendientes y sintió que esa mujer cálida y generosa como la tierra podía darle consuelo. Apoyó


Sufrí mucho pensando que ella, aburrida de esperarme, decidiera casarse con otro, o que nunca aparecería el maldito filón que pusiera una fortuna en mis manos, o que se desmoronara la mina aplastándome como una cucaracha. Contemplé todas esas posibilidades y algunas más, pero nunca la muerte de Rosa, a pesar de mi proverbial pesimismo, que me hace siempre esperar lo peor. Sentí que sin Rosa la vida no tenía significado para mí.


Empecé a resignarme a mi desgracia y a pedir, no ya que resucitara, sino tan sólo que yo alcanzara a llegar a tiempo para verla antes que la enterraran.


Los hermanos estaban muy alejados y lo único que todavía los unía era la presencia de la madre y el recuerdo borroso del amor que se tuvieron en la niñez.


Desde allí se podía ver todo el valle a través de una bruma impalpable que se desprendía de la tierra mojada por la lluvia de la noche. Las montañas lejanas se perdían entre las nubes de un cielo encapotado y sólo la punta nevada del volcán se distinguía nítidamente, recortada contra el paisaje e iluminada por un tímido sol de invierno.


retozando como dos cachorros en la gran cama de fierro forjado que había sido del primer Trueba y que ya estaba medio coja, pero aún podía resistir los embates del amor.


la madre enferma, el padre ausente y esa rabia comiéndole las entrañas desde el día en que tuvo uso de razón, olvidando todo menos los únicos momentos luminosos en que esa mujer desconocida que yacía en la cama, lo había acunado en sus brazos, había tocado su frente buscando la fiebre, le había cantado una canción de cuna, se había inclinado con él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levantarse al alba para ir a trabajar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar en la noche, había sollozado, madre, por mí.


Estaba sola,


Encargó los planos a un arquitecto francés e hizo traer parte de los materiales del extranjero para que su casa fuera la única con vitrales alemanes, con zócalos tallados en Austria, con grifería de bronce inglesa, con mármoles italianos en los pisos y cerraduras pedidas por catálogo a los Estados Unidos, que llegaron con las instrucciones cambiadas y sin llaves.


pero Esteban le demostró que era bastante rico como para darse esos lujos y la amenazó con forrar las puertas de plata si seguía molestándolo.


—No te preocupes. Vas a vivir con nosotros y las dos seremos como hermanas —dijo la muchacha. Férula se sobresaltó, preguntándose si serían ciertos los chismes sobre la habilidad de Clara para leer el pensamiento ajeno. Su primera reacción fue de orgullo y hubiera rechazado la oferta nada más que por la belleza del gesto, pero Clara no le dio tiempo. Se inclinó y la besó en la mejilla con tal candor, que Férula perdió el control y rompió a llorar. Hacía mucho tiempo que no derramaba una lágrima y comprobó asombrada cuánta falta le hacía un gesto de ternura. No recordaba la última vez que alguien la había tocado espontáneamente. Lloró largo rato, desahogándose de muchas tristezas y soledades pasadas, de la mano de Clara, que la ayudaba a sonarse y entre sollozo y sollozo le daba más pedazos de pastel y sorbos de té. Se quedaron llorando y hablando hasta las ocho de la noche y esa tarde en el Hotel Francés sellaron un pacto de amistad que duró muchos años.


Blanca se quitó la ropa y salió corriendo desnuda con Pedro Tercero. Jugaron entre los bultos, se metieron debajo de los muebles, se mojaron con besos babosos, masticaron el mismo pan, sorbieron los mismos mocos, y se embetunaron con la misma caca, hasta que, por último, se durmieron abrazados bajo la mesa del comedor. Allí los encontró Clara a las diez de la noche. Los habían buscado durante horas con antorchas, los inquilinos en cuadrillas habían recorrido la orilla del río, los graneros, los potreros y los establos, Férula había clamado de rodillas a san Antonio, Esteban estaba agotado de llamarlos y la misma Clara había invocado inútilmente sus dotes de vidente. Cuando los encontraron, el niño estaba de espaldas en el suelo y Blanca se acurrucaba con la cabeza apoyada en el vientre panzudo de su nuevo amigo. En esa misma posición serían sorprendidos muchos años después, para desdicha de los dos, y no les alcanzaría la vida para pagarlo.


En esa misma posición serían sorprendidos muchos años después, para desdicha de los dos, y no les alcanzaría la vida para pagarlo.


Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo, le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad.


La única que permanecía ajena por completo a lo que estaba sucediendo, era Clara, que en su distracción e inocencia, no se daba cuenta de nada.


Hubo nieve en la capital, un espectáculo inusitado que se mantuvo en primera plana de los periódicos, celebrado como una noticia festiva, mientras en las poblaciones marginales amanecían los niños azules, congelados. Tampoco alcanzaba la caridad para tantos desamparados.


Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija —explicaba a Blanca—. Pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia.


El día que Esteban Trueba descubrió que el hijo de su administrador estaba introduciendo literatura subversiva entre sus inquilinos, lo llamó a su despacho y delante de su padre le dio una tunda de azotes con su fusta de cuero de culebra.


Pedro Tercero García era parecido a su padre, moreno, de facciones duras, esculpidas en piedra, con grandes ojos tristes, pelo negro y tieso cortado como un cepillo. Tenía sólo dos amores, su padre y la hija del patrón, a quien amó desde el día en que durmieron desnudos debajo de la mesa del comedor, en su tierna infancia.


Blanca se rió con la historia y dijo que eso era imposible, porque las gallinas nacen estúpidas y débiles y los zorros nacen astutos y fuertes, pero Pedro Tercero no se rió. Se quedó toda la tarde pensativo, rumiando el cuento del zorro y las gallinas, y tal vez ése fue el instante en que el niño comenzó a hacerse hombre.


Clara vivía más atenta del aura y los fluidos, que de los kilos o los centímetros. Un día la vio entrar al costurero con su vestido de salir y se extrañó de que aquella señorita alta y morena fuera su pequeña Blanca. La abrazó, la llenó de besos y le advirtió que pronto tendría la menstruación. —Siéntese y le explico lo que es eso —dijo Clara. —No se moleste, mamá, ya va a hacer un año que me viene todos los meses —se rió Blanca.


Sobre una pila de grano, aspirando el aromático polvillo del granero en la luz dorada y difusa de la mañana que se colaba entre las tablas, se besaron por todos lados, se lamieron, se mordieron, se chuparon, sollozaron y bebieron las lágrimas de los dos, se juraron eternidad y se pusieron de acuerdo en un código secreto que les serviría para comunicarse durante los meses de separación.


Tuvieron que dejar el coche a varias cuadras de distancia, porque las calles fueron haciéndose más y más estrechas, hasta que comprendieron que estaban hechas para andar sólo a pie o en bicicleta.


La besó en la frente tal como ella la había besado pocas horas antes en el comedor de su casa y enseguida procedió, con toda calma, a improvisar los ritos de la muerte. La desnudó, la lavó, la jabonó meticulosamente sin olvidar ningún resquicio, la friccionó con agua de colonia, la empolvó, cepilló sus cuatro pelos amorosamente, la vistió con los más estrafalarios y elegantes andrajos que encontró, le puso su peluca de soprano, devolviéndole en la muerte esos infinitos servicios que le había prestado Férula en la vida.


y las hortensias que tú plantaste con tu propia mano en Las Tres Marías se han puesto maravillosas, hay algunas azules, porque puse monedas de cobre en la tierra de abono, para que brotaran de ese color, es un secreto de la naturaleza, y cada vez que las coloco en los floreros me acuerdo de ti, pero también me acuerdo de ti cuando no hay hortensias, me acuerdo siempre, Férula, porque la verdad es que desde que te fuiste de mi lado nunca más nadie me ha dado tanto amor».


—¿Por qué vivía así, si le sobraba el dinero? —gritó Esteban. —Porque le faltaba todo lo demás —replicó Clara dulcemente.


Fue ese año que Esteban lo azotó con la fusta delante de su padre porque llevó a los inquilinos las novedades que andaban circulando entre los sindicalistas del pueblo, ideas de domingo de asueto, de sueldo mínimo, de jubilación y servicio médico, de permiso maternal para las mujeres preñadas, de votar sin presiones, y, lo más grave, la idea de una organización campesina que pudiera enfrentarse a los patrones.


ella hundió la nariz en el pecho de ese hombre que no conocía, tan diferente al niño flaco con quien se acariciaba hasta la extenuación pocos meses antes. Aspiró su nuevo olor, se frotó contra su piel áspera, palpó ese cuerpo enjuto y fuerte y sintió una grandiosa y completa paz, que en nada se parecía a la agitación que se había apoderado de él.


Eso fue suficiente para tranquilizar a Blanca por completo. Se secó las lágrimas, enderezó la cabeza y no volvió a llorar hasta el día en que murió su madre, siete años más tarde, a pesar de que no le faltaron dolores, soledades y otras razones.


La menor demostración de solicitud o agradecimiento hacia él, lo avergonzaba y lo hacía sufrir. Amanda


La deseaba dolorosamente, pero nunca se atrevió a admitirlo, ni en lo más secreto de sus pensamientos.


De pronto Amanda le pareció magnífica.


—Es inútil, Nicolás. ¿No ves que yo tengo el alma muy vieja y tú todavía eres un niño? Siempre serás un niño —le dijo.


Miraba sus vestidos, que cuando ella los llevaba puestos parecían los disfraces de una reina, colgando de unos clavos en la pared, como tristes ropajes de una mendiga. Veía


Y, sobre todo, la evocaba en ese único momento preciso en que Amanda entró a su dormitorio y estuvieron solos en la intimidad de su santuario. Entró sin golpear, cuando él estaba echado en el camastro leyendo, llenó el túnel con el revoloteo de su pelo largo y sus brazos ondulantes, tocó los libros sin ninguna reverencia y hasta se atrevió a sacarlos de sus anaqueles sagrados, soplarles el polvo sin el menor respeto y después tirarlos sobre la cama, parloteando incansablemente, mientras él temblaba de deseo y de sorpresa, sin encontrar en todo su vasto vocabulario enciclopédico, ni una sola palabra para retenerla, hasta que por último ella se despidió con un beso que le plantó en la mejilla, beso que le quedó ardiendo como una quemadura, único y terrible beso, que le sirvió para construir un laberinto de sueños en que ambos eran príncipes enamorados.


Desde hacía tres días, estudiaba cuidadosamente cada paso de la intervención que iba a efectuar. Podía repetir cada palabra del libro en el orden correcto, pero eso no le daba más seguridad. Estaba temblando. Procuraba no pensar en las mujeres que había visto llegar agonizando a la sala de emergencia del hospital, a las que había ayudado a salvar en ese mismo consultorio y las otras, las que habían muerto pálidas, en esas camas, con un río de sangre fluyendo entre las piernas, sin que la ciencia pudiera hacer nada para evitar que se les escapara la vida por ese grifo abierto. Conocía el drama de muy cerca, pero hasta ese momento nunca había tenido que plantearse el conflicto moral de ayudar a una mujer desesperada. Y mucho menos a Amanda. Encendió las luces, se puso la blanca túnica de su oficio, preparó el instrumental repasando en alta voz cada detalle que había memorizado. Deseaba que ocurriera una desgracia monumental, un cataclismo, que sacudiera el planeta en sus cimientos, para que no tuviera que hacer lo que iba a hacer.


Comenzó a trabajar con lentitud y cuidado, repitiéndose lo que tenía que hacer, mascullando el texto del libro que se había aprendido de memoria, con el sudor cayendo sobre los ojos, atento a la respiración de la muchacha, al color de su piel, al ritmo de su corazón, para indicar a su hermano que le pusiera más éter cada vez que gemía, rezando para que no se produjera alguna complicación, mientras hurgaba en su más profunda intimidad, sin dejar, en todo ese tiempo, de maldecir a su hermano con el pensamiento, porque si ese hijo fuera suyo y no de Nicolás, habría nacido sano y completo, en vez de irse en pedazos por el desagüe de ese miserable consultorio y él lo habría acunado y protegido, en vez de extraerlo de su nido a cucharadas. Veinticinco


Se sentía dos veces más grande y pesado que ella y mil veces más fuerte, pero se sabía derrotado de antemano por la ternura y las ansias de protegerla.


Maldijo su invencible sentimentalismo y trató de verla como la amante de su hermano a quien acababa de practicar un aborto, pero de inmediato comprendió que era un intento inútil y se abandonó al placer y al sufrimiento de amarla. Acarició


Tenía la ternura torpe de quien nunca ha sido amado y debe improvisar.


Blanca era de reacciones lentas y tardó un buen rato en asimilar lo que estaba viendo, porque carecía de experiencia en esos asuntos. Conocía el placer como una última y preciosa etapa en el largo camino que había recorrido con Pedro Tercero, por donde había transitado sin prisa, con buen humor, en el marco de los bosques, los trigales, el río, bajo un inmenso cielo, en el silencio del campo. No alcanzó a tener las inquietudes propias de la adolescencia. Mientras sus compañeras en el colegio leían a escondidas novelas prohibidas con imaginarios galanes apasionados y vírgenes ansiosas por dejar de serlo, ella se sentaba a la sombra de los ciruelos en el patio de las monjas, cerraba los ojos y evocaba con total precisión la magnífica realidad de Pedro Tercero García encerrándola en sus brazos, recorriéndola con sus caricias y arrancándole de lo más profundo los mismos acordes que podía sacar a la guitarra.


Creo que ha decidido morirse, y la ciencia no tiene remedio alguno contra ese mal —dijo Jaime.


Pero no estaba interesado en el poder, la riqueza o el prestigio. Su obsesión era destruir lo que él llamaba «el cáncer marxista», que estaba filtrándose poco a poco en el pueblo.


A menudo, cuando tenía a una de ellas en la cama suspirando dormida a su lado, cerraba los ojos y pensaba en Blanca, en su amplio cuerpo maduro, en sus pechos abundantes y tibios, en las finas arrugas de su boca, en las sombras de sus ojos árabes y sentía un grito oprimiéndole el pecho. Intentó permanecer junto a otras mujeres, recorrió muchos caminos y muchos cuerpos alejándose de ella, pero en el momento más íntimo, en el punto preciso de la soledad y del presagio de la muerte, siempre era Blanca la única.


irse con su hija a vivir con él, pero siempre se acobardaba. Tal vez temía que ese grandioso amor, que había resistido tantas pruebas, no pudiera sobrevivir a la más terrible de todas: la convivencia. Alba


¿Quién será Clara? —la oí murmurar al salir.


Desde el primer encuentro ella notó que él llevaba una pequeña insignia en la manga: una mano alzada con el puño cerrado.


Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que oponer la violencia de la revolución.


Miguel comenzó a acariciarla y ella vio transformarse su rostro en el caleidoscopio del espejo y aceptó al fin que era la más bella de todo el universo, porque pudo verse con los ojos que la miraba Miguel.


Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho.


Queremos que el marxismo fracase estrepitosamente y caiga solo, para quitar esa idea de la cabeza a otros países del continente.


observaron en silencio por largos segundos, pensando los dos que el otro encarnaba lo más odioso en el mundo, pero sin encontrar el fuego del antiguo odio en sus corazones.


El Presidente salió a su encuentro. Tenía puesto un casco de combate, que se veía incongruente junto a su fina ropa deportiva y sus zapatos italianos. Entonces Jaime comprendió que algo grave estaba ocurriendo.


hablaba por radio al país. Era su despedida. «Me dirijo a aquellos que serán perseguidos, para decirles que yo no voy a renunciar: pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Siempre estaré junto a ustedes. Tengo fe en la patria y su destino. Otros hombres superarán este momento y mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Éstas serán mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano.»


único ser que realmente me importa, que por desgracia salió idealista, un mal de familia, es una de esas personas destinadas a meterse en problemas y hacer sufrir a los que estamos cerca, le dio por andar asilando fugitivos en las embajadas, lo hacía sin pensar, estoy seguro, sin darse cuenta que el país está en guerra, guerra contra el comunismo internacional o contra el pueblo, ya no se sabe, pero guerra al fin, y que esas


Empecé a escribir con la ayuda de mi abuelo, cuya memoria permaneció intacta hasta el último instante de sus noventa años.


Y ahora yo busco mi odio y no puedo encontrarlo.


mientras aguardo que lleguen tiempos mejores, gestando a la criatura que tengo en el vientre, hija de tantas violaciones, o tal vez hija de Miguel pero sobre todo hija mía.

Marco Herrera Solar. Last modified: July 03, 2024. Sitio hecho con Franklin.jl y Julia programming language.