Furia (Mendoza, Clyo)


Highlights


Todos me habían advertido que no bebiera del agua de ese pueblo porque estaba maldita y quien bebía de ella ya nunca podía salir de ahí.


Rapidísimo salió una muchacha de la casa con jardín y en lugar de regañarme, me miró piadosamente y me quitó las espinas del cuerpo mientras yo me comía un mango, unas tunas y bebía mucha agua.


Antes de que María entrara en el supermercado para comprar lo necesario, se despidió como si nunca fuese a volver, le besó la frente y salió del coche. Estás loca, dijo él, aunque ya no lo oía; pasaba frente al guardia y la puerta automática de vidrio se abría sólo para ella, frente a sus ojos.


Finalmente recordó unos ojos, o más que nada la sensación de mirar esos ojos, ¿cómo explicarle eso al guardia?


Después de haberlo visto con aquella mujer, mi día estaba plagado por malos presentimientos. Soñé, por ejemplo, que el mundo se venía abajo y al caer sobre nosotros era de un material ligero, incapaz de hacernos daño. Yo estaba desconsolada porque cuando vi todo derrumbarse tuve una especie de alivio, pensaba que al final del sueño también me destruiría. Sin embargo, al abrir los ojos, seguí viva frente a un mundo que se desmoronaba.


También eso aprendí trabajando en la morgue; lo que todavía no sé es en qué consiste eso que nos deja ver a pesar de la muerte. La


La única conclusión a la que llegamos entonces fue que aquello era brujería. Y que se contagiaba por los ojos, por las miradas largas que se trazaban entre un hombre cualquiera y mi padre. Yo era inmune, yo bajaba a sostenerle la mirada, a decirle con los ojos: mira, perro, aquí me tienes, ven por mí. Iba a molestarlo para que se dañara contra los barrotes de su celda, porque sabía que él no podía evitar jalar su cadena, azotarse mientras yo lo viera a los ojos, saltar contra mí a pesar de ahorcarse.


Salvador mirándome, Salvador resistiéndose a seguirme en la muerte. Mi fantasía se construyó alrededor de su dolor: si ahora amaba a otra, el espacio de mi muerte tomaría ese lugar, lo colmaría todo; mi falta restauraría mi cuerpo en su memoria y ocuparía todo el espacio de su mente.


No fue difícil, él tenía esa afición por los olores, me olía como si me respirase, me tocaba como si fuera lo último real en el mundo. Ya no. Pero entonces teníamos incluso los mismos sueños. En el inicio. Una noche soñé que alguien tocaba a la puerta y cuando abrí era él y desde entonces pudo pasar de su sueño al mío.


Sentía que la realidad era como una fina gasa en la que después de milenios de roce con un filo había aparecido un agujero y ese agujero empezaba a abrirse y a tragarnos.


Todo lo que nos sucedió antes de conocernos nos preparó para el encuentro.


Se le daban flores que ni siquiera eran propicias con la tierra y el clima del pueblo. En otros jardines las mismas flores se quemaban de frío.


Sé que mi padre tuvo un hijo, un hijo que debió de ser mucho mayor que mi madre. Sé que un día vino, tocó a la puerta, que mi madre le dijo no y fue la única vez que escuché a mi madre prohibirle la entrada a alguien. ¿Quién es? Pregunté yo, y ella dijo: es tu hermano. Nadie dijo nada más después de eso.


Le obsesionaba la escena, por ejemplo, de una película, una en la que un militar gira en uno de esos dispositivos donde los magos y faquires amarran a la gente para lanzarles cuchillos a los costados. Dice que lo más parecido al placer fue cuando logró recordar perfectamente aquella escena: el militar cesaba de dar vueltas para que el villano le inyectase un suero de la verdad. El militar (que, valga decirlo: era de los buenos) volvía a girar mientras en su sangre caía todo el suero y al dar efecto su veneno, el malo preguntaba sólo para torturarle: ¿cuál es su mayor miedo, capitán? Y el soldado respondía: que el amor no sea suficiente.


El militar (que, valga decirlo: era de los buenos) volvía a girar mientras en su sangre caía todo el suero y al dar efecto su veneno, el malo preguntaba sólo para torturarle: ¿cuál es su mayor miedo, capitán? Y el soldado respondía: que el amor no sea suficiente.


Dijo que el hombre de la bata azul fue hacia el cadáver que debía vestir María y puso su boca cerca de la oreja amoratada. Déjame vestirte, ya se terminó tu camino, mañana descansas. Deja que te vista para que te recen. Y María vio cómo después de eso, el hombre vestía fácilmente al cadáver, y cómo aquel cuerpo había parecido relajarse.


Necesito saber cómo me ve alguien que no sabe nada de mí, me dijo ella, estamos tan acostumbrados el uno al otro que ya sé que me vas a decir que sí.


La calma le caldeaba el estómago como cuando se recostaba en María y respiraban primero uno y luego el otro, y después las respiraciones sin querer se acompasaban y ya no se podía reconocer de quién era el ruido del aire que entraba y salía.


Una de ellas llegó a su esposo en la noche y bajándole los pantalones le dijo gimiendo: dime una cosa, marido, las niñas están todas juntas en el cuarto de al lado, ¿no te gustaría quemarlas? Sólo eso se escuchó decir y había tanta quietud que se oyó hasta el cuarto contiguo y las niñas, después de oírlo, huyeron.


¿Quién es María, Salvador? No lo sé, contestaba él, creo que es sólo que así suena mi ladrido. Y otra vez, Salvador no entendía por qué había dicho eso, el tránsito por una espiral incierta se rompía, se quebraba el delirio y Salvador despertaba de ese sueño dándose cuenta de que era un hombre perdido en el desierto mirando a otro hombre. Y el otro hombre era Juan, que esa noche tenía los ojos llenos de lágrimas.


Cuando uno es comido por los coyotes, ellos se quedan el alma de uno en las entrañas, por qué crees tú que chillan de esa manera. Y uno, allá adentro en la tripa, se pierde en los laberintos de su carne. Ahí


Ella intuía que algo en Salvador estaba quebrado y pensaba que la manera en la que él usaba su cuerpo podía sanarlo, que su carne podría distraerlo de su desdicha. Cuando lo veía llegar al trabajo sentía un cariño que serpenteaba en ella parecido a la lástima. Y sentía deseo también, y mucho. Le gustaba cómo hablaba durante horas de esas historias largas y se enternecía cuando se reía dormido. No sabía que fingía dormir, fingía reírse y que cuando ella no estaba, él dormía de verdad y en su sueño profundo rechinaba los dientes y se mordía a sí mismo.


¿Sabes de qué película es la cita, Daniela? Por supuesto que no, por supuesto que nunca has visto esa maravillosa escena en la que Elvira recita sus cuitas en medio de un matadero: ¡un dios me dio el don de decir cuánto sufro! Maravillosa, estupenda película, Daniela. Le encantaba citar películas que nadie nunca había visto, que nadie ahí vería. Te lo inventas todo, pinche Salvador, le decía Daniela, mientras se llevaba afuera, con el jalador de hule, esa agua rosada que chorreaba de la plancha. A veces él le parecía pedante, pero le encantaba escucharlo, le conmovía que le contara cosas de su vida mezcladas con películas y que pensara que ella no lo notaba. Porque alguna vez, Salvador se había atrevido a hablarle de él mismo, le había contado que lo que de verdad había querido en la vida era estudiar cine,


pero no tenía dinero, ni familia, sólo tenía un guión, una gran idea.


Nadie me mira, pensó ella, nadie me mira, y al decir esto se dio cuenta de que estaba presa, de que a menos que no fuera esa mirada, ya no era capaz de percibir otros ojos. O quizá era peor: sólo al ser mirada por él ella validaba su existencia.

Marco Herrera Solar. Last modified: July 03, 2024. Sitio hecho con Franklin.jl y Julia programming language.